lunes, 12 de diciembre de 2011

Narración:La camisa del hombre feliz.


No sé si leí este cuento, ni recuerdo tampoco si me lo contaron, o si lo soñé quizá en alguna de esas noches de pesadillas y de insomnios, en que la imaginación emprende viajes, semejantes al de De Maistre alrededor de las paredes de su cámara.

Es lo cierto, que allá en los tiempos de Mari-Castaña, reinaba en la Arabia Feliz el rey Bertoldo I, llamado el Grande por ser el más gordo de los monarcas de su dinastía. Era su real Majestad un grandísimo haragán, que pasaba la vida tendido a la larga, fumando hachisch y Latakia, mientras sus esclavas le espantaban las moscas con abanicos de marabú, y sus esclavos le cantaban al son de añafiles y chirimías en lengua del Celeste Imperio:

Maka-kachú,
Maka-kachú
Sank-fú, Sank-fú
Chiriví kó-kó

Sucedió, pues, que este dolce far niente le ocasionó a su Majestad una enfermedad extraña, que de nadie era conocida. Porque cree, Manolo, que la ociosidad todo lo corrompe: el agua estancada se pudre, el hierro se enmohece, la inteligencia se embota, el corazón se seca, el alma se envicia y se pierde. Hízose entonces un llamamiento general de médicos, y acudieron muchos en tropel a la Corte, no sin gran disgusto de la muerte, que a todos los tenía ocupados.

Un doctor alemán, discípulo, o mejor dicho, antecesor de Hanneman, dijo que su Majestad corría grave riesgo de la vida si no diluía tres glóbulos de pulsatilla en una tinaja de agua, y tomaba cada siete años una dosis en el rabo de una cuchara; porque era a su juicio aquella enfermedad el terrible schemarowot, que se apodera en Sajonia de todo el que no quiere trabajar.

A esto replicaba Mr. Hall, graduado en Oxford, que aquella dolencia se llamaba en inglés spleen; que era hija de las nieblas del Támesis, y que los hijos de la blanca Albión curaban radicalmente de ella, levantándose la tapa de los sesos de un pistoletazo.

Un galeno parisiense, que se rizaba el pelo y citaba a Paul de Kock, opinaba que aquella enfermedad no era otra sino el peligroso ennui, y recetó a su Majestad los bailes de Mabbille y la música de Offembach.

Llegó en esto un médico gallego, hombre de saber y de pulso, y dijo que a su Majestad se le había caído la paletilla, y que no hallaba otro remedio sino uncirle a un buen arado, y sacudirle las moscas con una traílla de cuatro ramales, en vez de espantárselas con plumas de marabú; porque el palo, y no los aforismos de Hipócrates y Galeno, era a su juicio el mejor antídoto contra las desganas en el trabajar.

Pusiéronse en práctica las recetas, excepto las del inglés y el gallego, que por ser harto radical la una y demasiado áspera la otra, fueron rehusadas por el monarca. Mas su Majestad empeoraba de día en día, y viose al fin a las puertas de la muerte.

Hiciéronse entonces rogativas públicas a la usanza de la tierra, afeitándose los varones la ceja izquierda, y las hembras la derecha; porque es achaque de creyentes y de idólatras, no acordarse de Dios hasta que les abandonan los hombres.

Publicose al mismo tiempo un bando, ofreciendo la lugartenencia del reino a cualquier hombre o mujer que presentase un régimen curativo capaz de volver la salud al regio enfermo. Mas nadie se presentaba en Palacio, y los cortesanos más sagaces abandonaban ya las antecámaras del moribundo Bertoldo I, para probar las del futuro Bertoldo II.

Ya parecía perdida toda esperanza, cuando una tarde apareció en la capital, como llovido del cielo, un hombrecillo montado en un burro sin orejas, más ligero que Alborak, la yegua de Mahoma. Traía en las alforjas el Talmud, y en la mano un paraguas de algodón encarnado, con que se resguardaba de los ardientes rayos del sol.

Apeose a las puertas del Palacio, y dijo que era un médico israelita que se ofrecía a curar al Rey. Salieron a recibirle los grandes del reino, cuyas cabezas peladas presentaban a lo lejos como un inmenso panorama de melones blancos. Precedido por tres heraldos llegó a la cámara regia; una media luz reinaba en ella; sobre un estrado que cubrían una alfombra de Estambul y ricos tapices de Persia, había un lecho de nácar, con cortinas de púrpura de Tiro.

Allí reposaba boca arriba el moribundo rey Bertoldo, cuyos fatigosos resoplidos hacían oscilar de cuándo en cuándo la lámpara de alabastro que iluminaba la estancia. Sobre el gorro de dormir tenía puesta la corona de oro, porque así lo mandaba la etiqueta de la corte; la palidez de su rostro, y lo abultado de sus mofletes, le daban a cierta distancia el extraño aspecto de una calabaza coronada. Levantaba su abultado abdomen la rica cachemira que cubría el lecho, y sentado sobre esta eminencia el gato favorito de su Majestad, contemplaba gravemente la agonía del gran Bertoldo I, murmurando algunas sentencias de Plutarco en su libro De sera numinis vindicta.

Examinó el médico detenidamente el pulso del monarca, y ejecutó sobre él extraños signos; clavole luego en la cabeza una fuerte zanca, sin que el paciente diese muestras de vida.

-Su Majestad tiene la cabeza huera -dijo el israelita.

Clavole después la zanca en el corazón, y el Rey no hizo el menor movimiento.

-Su Majestad tiene el corazón de corcho -añadió entonces el médico.

Pinchole de nuevo ligeramente en la boca del estómago, y su real Majestad dio un berrido más agudo que las últimas notas de una escala cromática. Crujieron los artesonados de ébano y oro del techo; los guardias espantados chocaron entre sí sus armas; los heraldos cayeron boca abajo gritando: «¡Sólo Alá es grande!»; el gato de su Majestad huyó con la cola erizada; los grandes del reino sintieron también erizarse en sus coronillas el hopito de pelo que las adornaba. Sólo el israelita permaneció impasible.

-Su Majestad ha trabajado mucho con el estómago -dijo.

-La Sabiduría habla por tu boca -respondió el primer ministro.

Consultó entonces el médico un libro extraño de vivísimos colores, en que se veían pintados los signos del Zodiaco. Trazó en él círculos misteriosos y caracteres indescifrables, y declaró al fin que su Majestad [85] moriría sin remedio, si antes de que llegase al plenilunio el cuarto creciente de la luna, no se le había vestido la camisa de un hombre feliz.

Creyeron los palaciegos facilísimo el remedio, y abandonaron las antecámaras del futuro Bertoldo II, para volver a las del presente Bertoldo I, en cuyas sienes veían de nuevo afirmarse la corona. Sintiose el mismo monarca más aliviado con esta esperanza, y pudo merendar aquella tarde tres gazapitos y un pavo, con algunas otras chucherías; lo cual publicó en un suplemento la Gaceta de la Corte, que insertaba diariamente, como artículo de fondo, el menú de su Majestad.

Mientras tanto, el médico israelita se escurrió sin decir palabra, y recitando versos del Talmud, tomó el camino del Sinaí, desde cuya cumbre pensaba divisar al Mesías que esperaba.

Convocó el gran visir aquella noche al Consejo de Estado, para determinar si la camisa se había de poner a su Majestad sucia o limpia, bordada o lisa, con tirillas a la Valois, o con cuello a lo Currito Cúchares. La discusión fue animada; alborotáronse los consejeros, dijéronse Raca, y hubieran [86] quizá llegado a las manos, si un consejero viejo, cuyo hopito encanecido acusaba su larga experiencia, no hubiese interrumpido el debate, preguntando a los consejeros cuál de ellos era el hombre feliz que había de suministrar la camisa, cuyas cualidades se discutían.

Turbáronse todos a tal pregunta, y unos en pos de otros abandonaron el salón, sin responder palabra, porque ninguno creía a su camisa capaz de producir tan maravillosos efectos. Mandó entonces el gran visir echar un pregón en la plaza, ordenando a todos los hombres felices de la capital, que se presentasen en Palacio; mas ninguno acudió a la cita, y la luna crecía poco a poco, como si quisiese contemplar en todo su esplendor la agonía del monarca.

Publicose entonces el mismo bando en las ciudades, en las aldeas y hasta en los caseríos; pero todo fue en vano. Desesperado el visir, porque con la muerte del rey Bertoldo se le escapaba la privanza, salió en persona a buscar por todo el imperio el remedio indicado; pero en vano recorrió desde el mar Bermejo hasta el golfo de Persia, y llevó sus pesquisas hasta las escarpadas montañas de la Arabia desierta. El hombre feliz no parecía; ¡ninguno creía serlo en la nación que llevaba por nombre este hermoso título!

Ya de vuelta, sentose el visir al pie de una palmera, rendido por el cansancio. Su camello daba resoplidos, anunciando el simoun del desierto; a lo lejos veíanse montes de arena que se movían y se levantaban como torbellinos de fuego. Asustado el visir se refugió en una cueva que vio a lo lejos junto a un otero: allí encontró a un pastor anciano, que le ofreció dátiles y un odre de agua.

-¿Qué buscáis en esta soledad? -preguntó al magnate.

-Busco al hombre feliz, que no he hallado en la Corte -replicó irónicamente éste.

-Alá es grande -repuso con gravedad el viejo.- El leopardo del desierto -añadió poniendo su mano sobre el pecho, gusta en su cueva lo que no tiene en su palacio el caudillo de los creyentes.

-¡Tú! -exclamó el visir estupefacto. ¿Tú eres feliz?...

-¡Alá es grande! -repitió el viejo.

-¿Pero cómo eres feliz en esta cueva?...

-Porque ni deseo otra, ni temo perder esta.

-¿Pero dónde encuentras tu dicha? -preguntó el visir, que no comprendió la profunda respuesta del viejo.

-Dentro de mí mismo.

El visir, alborozado, arrojó a los pies del pastor un saco de zequíes, y le pidió su camisa. El anciano abrió sonriendo el sayo de pieles que le cubría, y... ¡oh sorpresa inesperada! ¡oh desengaño cruel!...

¡El hombre feliz... no tenía camisa!...

                                                 Padre Coloma. Biblioteca Virtual Cervantes.



domingo, 11 de diciembre de 2011

Narración: El niño suicida


El niño suicida
[Cuento. Texto completo]
Rafael Dieste

Cuando el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante -un niño se había suicidado pegándose un tiro en la sien derecha- habló el vagabundo desconocido que acababa de comer muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:

-Yo sé la historia de ese niño.

Pronunció la palabra niño de un modo muy particular. Así que los cuatro bebedores de aguardiente, los cinco de albariño y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor y atento.

-Yo sé la historia de ese niño -repitió el vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa, comenzó:

-Allá por el mil ochocientos treinta, una beata que después murió de miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento, se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la sangre. Y como todo estaba listo, la tierra-madre parió. Parió un viejo desnudo.

"Cómo después el viejo encontró ropa y alimento es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron ni la ropa.

"El juez dio órdenes y el viejo fue llevado a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas: Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.

"Por aquel entonces ya había aprendido a hablar algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces, la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron que había sido un milagro de la Virgen.

"Cuando adquirió suficiente experiencia pensó que lo mejor era mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie -a no ser uno o dos amigos fíeles- podría vivir mejor su verdadera vida.

"Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar de joven. De los cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las más bonitas. Y hasta dicen que una princesa... Pero de eso no estoy seguro.

"Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele. Le daba miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a lo largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando de angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez que lo encontré -tenía ocho años- estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu de niño los recuerdos de su vejez!

"Luego comenzó a atosigarlo día y noche una obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después... ¡Quién sabe lo que pasaría después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en la tierna manecita. Y al final... ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica -puede que cuando ella durmiese- para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela, después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente..."

El vagabundo se levantó muy pensativo, con las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:

-Me explico, sí, me explico que se diese un tiro en la sien el pobre muchacho.

Los cuatro bebedores de aguardiente, creían. Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían más animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin pagar.

FIN

Narración: La cabra de M. Seguín

Os vamos a proponer unos ejercicios de análisis de algunas narraciones cortas para que tengáis ocasión de reflexionar sobre ellas, adentrarse en su esquema y adentrarse en la interpretación de lo que nos quiere comunicar el autor.

NARRACIÓN.-

Estructura:
Planteamiento: “ “


Nos fijaremos si en el planteamiento hay referencias al lugar donde van a desarrollarse los hechos relatados, tiempo, personajes, y la circusntancia que va originar el 'conflicto' que se desarrolla en el nudo.

Lugar:

Tiempo:

Personajes:

Motivación:

Nudo:

Consideraremos los disitntos hechos que lo conforman y su ordenamiento para desentrañar si se disponen en orden cronológico o si se ordenan buscando una escalada de la tensión del relato.

1º hecho

2º hecho

3º hecho

4º ….

Desenlace :

“ “


¿Cómo se resuelve el conflicto?

¿Es un desenlace cerrado o queda en el aire a nuestra imaginación

¿Se nos ofrece algún ejemplo o enseñanza en la narración?

¿Tiene como objeto la narración mostrar alguna conclusión, hacernos pensar, entretenernos?



No abordéis las actividades como un ejercicio más en el que hay que contestar a unas cuestiones, mas como ocasión de jugar con los textos y la imaginación, de proponer interpretaciones originales, de aprovechar la ocasión para expresarse.


LA CABRA DE MONSIEUR SEGUÍN de Alphonse Daudet
(Traducción de J. Andres Luaces Marcado)


A monsieur Pierre Gringoire poeta lírico de Paris


¡Nunca cambiarás mi Pobre Gringoire!
¡Pero, como, te ofrecen un trabajo de cronista en un afamado periódico de París, y tienes la desfachatez de rechazarlo...Pero mírate bien, desgraciado! Mira ese traje raído, ese calzado agujereadoen, ese rostro demacrado que clama hambre. ¡He aquí, sin embargo adónde te ha conducido tu pasión por las bonitas rimas! He aquí para que te han servido los diez años de leales servicios en las páginas de sire Apolo...¿Pero es que ya no tienes vergüenza?
¡Hazte cronista, imbécil! ¡Hazte cronista! Ganarás bonitas monedas de oro. Te pondrán cubierto en casa de Brebant, y podrás lucirte, los días de estreno, con una pluma nueva en tu sombrero.
¿No?,¿que no quieres?...Pretendes permanecer libre hasta el final...Pues muy bien, escucha la historia de la cabra de monsieur Seguín. Ya te darás cuenta de lo que ocurre cuando se quiere vivir en libertad.


Monsieur Seguín nunca había tenido suerte con sus cabras.
Las perdía todas de la misma manera: Un buen día rompían sus cuerdas, y tiraban hacia el monte, y allí arriba el lobo se las comía. Ni las caricias de su amo, ni el miedo al lobo, nada las detenía. Al parecer eran cabras independientes, que deseaban por encima de todo el aire puro de los Alpes y la libertad.
El bueno de monsieur Seguín, que no llegaba a entender el carácter de sus animales, estaba consternado; se decía:
-Se acabó; las cabras se aburren en mi casa, no guardaré a ninguna.
Sin embargo, no llegó a desanimarse y, después de haber perdido seis cabras de la misma manera, llegó a comprar una séptima; Pero esta vez, se cuidó de escogerla jovencita, para que así se acostumbrara mejor a quedarse en su casa.
¡Ah, Gringoire, que bonita era la cabrita de monsieur Seguín! Que bonita era con sus dulces ojos, su barbilla de sub-oficial, sus pezuñas negras y relucientes, sus cuernos anillados y su larga melena blanca que le hacía de hopalanda. Era casi tan encantadora como el cabrito de Esmeralda, ¿Te acuerdas, Gringoire?- y además era dócil, dejándose acariciar y ordeñar, sin meter la pata en la escudilla. Un encanto de cabrita...
Monsieur Seguín tenía detrás de su casa un prado rodeado de un seto. Ahí colocó a la nueva pensionista. La ató a una estaca, en el mejor sitio del prado, teniendo cuidado de dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando, venía a comprobar si se encontraba bien. La cabra se hallaba muy a gusto y pacía la hierba con tanto gusto que monsieur Seguín estaba feliz.
-Por fin decía el pobre hombre, ¡Aquí hay una, que por lo menos no se aburrirá en mi casa!
Monsieur Seguín se equivocaba, su cabra se aburrió.

Un día, al mirar la montaña, se dijo:- ¡Que bien se tiene que estar allí arriba. Que alegría de poder retozar en los helechos, sin esta maldita soga que te araña el cuello!...¡Eso de pacer en un prado. está bien para el burro o el buey!...Las cabras necesitamos más espacio.
Desde ese momento, la hierba del prado le resultó insípida. Se apoderó de ella el aburrimiento. Adelgazó, su leche se hizo escasa. Daba pena verla el día entero tirar de su cuerda, la cabeza dirigida hacia el monte, la nariz abierta, gimiendo tristemente ¡Meee!...
Monsieur Seguín se daba bien cuenta de que a su cabra le pasaba algo, pero no sabía lo que era...una mañana al acabar de ordeñarla, la cabra se volvió y le dijo en su jerga:
- Oigame, monsieur Seguín, languidezco aquí. Déjeme ir para el monte.
- ¡Ah, Dios mío... también ella! Se exclamó asombrado monsieur Seguín, dejando caer la escudilla por el susto; luego sentándose en la hierba al lado de la cabra:
-¿Como puede ser, Blanquette, quieres dejarme?
Y Blanquette contestó:
-Sí, monsieur Seguín.
-¿Es que te falta hierba aquí?
-¡Oh! ¡no! Monsieur Seguín.
- Será porque estas atada demasiado corto ; ¿Acaso quieres que te alargue la cuerda?
-No vale la pena, monsieur Seguín
-Luego, qué te hace falta, ¿Qué es lo que quieres?
-Quiero ir para el monte, monsieur Seguín
- Pero, desgraciada, ¿Es que no sabes que allí está el lobo?...¿Que harás cuando te lo encuentres?...
-Le daré con los cuernos monsieur Seguín.
-El lobo se ríe de tus cuernos. Me ha comido cabras con cuernos más grandes que los tuyos...
¿Es que no te acuerdas de la pobre Renaude que estaba aquí el año pasado? Una señora cabra, maliciosa y fuerte como un carnero. Se peleó con el lobo toda la noche...pero, por la mañana el lobo se la comió.
-¡Pobre Renaude!... pero me da igual, monsieur Seguín, déjeme ir al monte.
-¡Bondad divina!...exclamó monsieur Seguín: ¿Pero que es lo que le hacen a mis cabras? Una más que el lobo me va a comer... Pues bien, no me da la gana...¡te salvaré aunque tu no lo quieras, granuja! Y porque temo de que rompas la cuerda, te encerraré en el establo, y ahí te quedarás siempre.
Después de eso, M. Seguín se llevó la cabra a un establo todo oscuro, y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Desgraciadamente, se había olvidado de cerrar la ventana; y apenas se dio la vuelta, la cabrita se fue...
¿Te ríes, Gringoire? ¡Claro! Ya lo sé; tú estás del lado de las cabras, y en contra del bueno de monsieur Seguín... ¡Pero vamos a ver si te ríes dentro de un rato.
Cuando la cabrita blanca llegó al monte todo fue alegría general. Nunca los viejos abetos habían vista nada tan bonito. Fue acogida como una pequeña reina. Los castaños se inclinaban a tierra para acariciarla con la punta de sus ramas. Las flores doradas se abrían a su paso, y exhalaban todo el aroma que podían. ¡Todo el monte estaba de fiesta!
Ya te imaginas, Gringoire, ¡lo contenta que estaba nuestra cabra! Había desaparecido la cuerda, la estaca... nada que le impidiera corretear, de pacer a su antojo... Ahí si que había hierba... ¡hasta por encima de los cuernos le llegaba, querido!...¡y que hierba! Sabrosa, fina, parecía encaje, y compuesta de mil plantas...Qué diferencia con el césped del prado. ¡Y luego las flores!...Hermosas campánulas azules, digitales purpúreas de grandes cálices. ¡Todo una selva de flores salvajes rebosantes de sabrosos jugos embriagadores!...
La cabrita blanca, medio borracha, se revolcaba ahí patas arriba rodando por los taludes, mezclada con las hojas muertas y las castañas...y luego se enderezaba de golpe sobre sus patas. ¡Hop!, arrancaba, la cabeza para adelante, campo a través, ahora encima de una loma, ahora en el fondo de un barranco, arriba, abajo...parecía que había diez cabras de monsieur Seguín en el monte.
Es que Blanquette no le tenía miedo a nadie. Atravesaba de un salto grandes torrenteras que le salpicaban al pasar con vapores de agua fresca y de espuma. Luego toda empapada, iba a echarse encima de una roca plana para secarse al sol...Una vez al acercarse al borde de una meseta, una flor de cintia entre los dientes, divisó abajo, abajo del todo, en el llano, la casa de monsieur Seguín, con su prado en la parte trasera. Eso le hizo reír hasta llorar.
-¡Qué pequeñito, dijo. ¿Cómo habré podido caber ahí?
¡Pobrecita!, es que al verse a tanta altura, creía que era por lo menos tan grande como el mundo...
En resumidas cuentas, todo eso fue una magnífica jornada para la cabra de monsieur Seguín. Hacia el medio día, al correr de derechas a izquierdas, se tropezó con un rebaño de rebecos que estaban comiéndose a bocados una lambrusca. Nuestra pequeña andariega con su tocado blanco causó sensación. Se le dio el mejor sitio en la lambrusca, y todos esos señores fueron muy galantes...Se dice también, -eso tiene que quedar entre nosotros, Gringoire,- que un joven rebeco de negro pelaje, tuvo la suerte de gustarle a Blanquette. Los dos enamorados se perdieron en el bosque una o dos horas, y si quieres saber más de lo que se dijeron, pregúntaselo a los arroyos chismosos que corren invisibles entre el musgo.

De pronto el viento se hizo más fresco. La montaña se volvió violácea: Era la tarde...

- ¡Tan pronto ya!, se dijo la cabrita. Y se detuvo asombrada.
Abajo los campos estaban bañados por la bruma. El prado de M. Seguín desaparecía en la niebla, y de la casita solo se veía el tejado con un poco de humo. Escuchó las campanitas de un rebaño que se volvía al establo, y le entró tristeza en el alma...Un búho que volvía, la rozó con sus alas al pasar. Se sobresaltó...luego se oyó un ulular en el monte:
-¡Huuuuuu! ¡Houuuuu!
Se acordó del lobo; en todo el día la locuela no se había acordado...En ese preciso momento se oyó el sonido de un cuerno que venía del fondo del valle. Era el bueno de M. Seguín que intentaba un último esfuerzo por recobrarla.
- ¡Huuuu! ¡Huuuuu!.... hacía el lobo.
- ¡Vuelve! ¡Vuelve!...clamaba el cuerno.
Blanquette tuvo ganas de volver; pero al acordarse de la estaca, la cuerda, la valla del prado, pensó que ahora ya no podía volver a llevar esa vida, y que era mejor no retornar.
El cuerno dejó de sonar...
La cabra oyó detrás de ella un ruido de hojarasca. Se volvió y vio en la sombra dos orejas cortas, completamente erguidas, y dos ojos que relucían...Era el lobo.

Enorme, inmóvil, sentado sobre su cuarto trasero, estaba ahí observando a la cabrita blanca y saboreándola anticipadamente. Como sabía que se la comería, el lobo no tenía ninguna prisa; sólo cuando ella se volvió, se echó a reír maliciosamente.
-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡La cabrita de M. Seguín! Y se relamió el hocico con su lengua roja.
Blanquette se sintió perdida... Por un momento al acordarse la historia de la vieja Renaude, que combatió toda la noche para ser devorada por la mañana, pensó que quizás valía mejor dejarse comer enseguida; pero luego se rehízo, se puso a la defensiva, la cabeza agachada y los cuernos para adelante, como una valiente cabra de M Seguín que era...No esperaba matar al lobo -Las cabras no matan a los lobos- Pero quería ver si podía resistirlo tanto tiempo como la Renaude...
Entonces, el monstruo se acercó, y los cuernecitos entraron en danza.
¡Ah, la valiente cabrita, con que buena gana combatía! Mas de diez veces, y no miento, Gringoire, obligó al lobo a retroceder para recuperar el aliento. En esas treguas de un minuto, la golosa cogía rápidamente una brizna de su querida hierba; luego volvía al combate con la boca llena...Esto duró toda la noche. De vez en cuando, la cabra de M. Seguín miraba las estrellas bailar en el cielo, diciéndose:
¡Oh! A ver si puedo aguantar hasta el alba...
Una detrás de otra, las estrellas se apagaron. Blanquette redobló las cornadas, el lobo las dentelladas... Una luz pálida apareció en el horizonte ... El canto ronco de un gallo subió desde una granja.
- ¡Por fin!, dijo el pobre animal, que sólo esperaba el día para morir; y se echó por el suelo con su bella pelliza blanca manchada de sangre...
Entonces el lobo se abalanzó sobre la cabrita y se la comió.


¡Adiós, Gringoire!
La historia que te he relatado no es un cuento inventado por mí. Si algún día pasas por la Provenza, nuestros pastores te hablarán a menudo de la cabra de moussu Seguin, que se battégue touto la neui emé lou loup, e piei lou matin lou loup la mangé.

Me has oído bien, Gringoire:
E piei lou matin lou loup la mangé