No sé si leí este cuento, ni
recuerdo tampoco si me lo contaron, o si lo soñé quizá en alguna
de esas noches de pesadillas y de insomnios, en que la imaginación
emprende viajes, semejantes al de De Maistre alrededor de las paredes
de su cámara.
Es lo cierto, que allá en los
tiempos de Mari-Castaña, reinaba en la Arabia Feliz el rey Bertoldo
I, llamado el Grande por ser el más gordo de los monarcas de su
dinastía. Era su real Majestad un grandísimo haragán, que pasaba
la vida tendido a la larga, fumando hachisch y Latakia, mientras sus
esclavas le espantaban las moscas con abanicos de marabú, y sus
esclavos le cantaban al son de añafiles y chirimías en lengua del
Celeste Imperio:
Maka-kachú,
Maka-kachú
Sank-fú, Sank-fú
Chiriví kó-kó
Sucedió, pues, que este dolce far
niente le ocasionó a su Majestad una enfermedad extraña, que de
nadie era conocida. Porque cree, Manolo, que la ociosidad todo lo
corrompe: el agua estancada se pudre, el hierro se enmohece, la
inteligencia se embota, el corazón se seca, el alma se envicia y se
pierde. Hízose entonces un llamamiento general de médicos, y
acudieron muchos en tropel a la Corte, no sin gran disgusto de la
muerte, que a todos los tenía ocupados.
Un doctor alemán, discípulo, o
mejor dicho, antecesor de Hanneman, dijo que su Majestad corría
grave riesgo de la vida si no diluía tres glóbulos de pulsatilla en
una tinaja de agua, y tomaba cada siete años una dosis en el rabo de
una cuchara; porque era a su juicio aquella enfermedad el terrible
schemarowot, que se apodera en Sajonia de todo el que no quiere
trabajar.
A esto replicaba Mr. Hall,
graduado en Oxford, que aquella dolencia se llamaba en inglés
spleen; que era hija de las nieblas del Támesis, y que los hijos de
la blanca Albión curaban radicalmente de ella, levantándose la tapa
de los sesos de un pistoletazo.
Un galeno parisiense, que se
rizaba el pelo y citaba a Paul de Kock, opinaba que aquella
enfermedad no era otra sino el peligroso ennui, y recetó a su
Majestad los bailes de Mabbille y la música de Offembach.
Llegó en esto un médico gallego,
hombre de saber y de pulso, y dijo que a su Majestad se le había
caído la paletilla, y que no hallaba otro remedio sino uncirle a un
buen arado, y sacudirle las moscas con una traílla de cuatro
ramales, en vez de espantárselas con plumas de marabú; porque el
palo, y no los aforismos de Hipócrates y Galeno, era a su juicio el
mejor antídoto contra las desganas en el trabajar.
Pusiéronse en práctica las
recetas, excepto las del inglés y el gallego, que por ser harto
radical la una y demasiado áspera la otra, fueron rehusadas por el
monarca. Mas su Majestad empeoraba de día en día, y viose al fin a
las puertas de la muerte.
Hiciéronse entonces rogativas
públicas a la usanza de la tierra, afeitándose los varones la ceja
izquierda, y las hembras la derecha; porque es achaque de creyentes y
de idólatras, no acordarse de Dios hasta que les abandonan los
hombres.
Publicose al mismo tiempo un
bando, ofreciendo la lugartenencia del reino a cualquier hombre o
mujer que presentase un régimen curativo capaz de volver la salud al
regio enfermo. Mas nadie se presentaba en Palacio, y los cortesanos
más sagaces abandonaban ya las antecámaras del moribundo Bertoldo
I, para probar las del futuro Bertoldo II.
Ya parecía perdida toda
esperanza, cuando una tarde apareció en la capital, como llovido del
cielo, un hombrecillo montado en un burro sin orejas, más ligero que
Alborak, la yegua de Mahoma. Traía en las alforjas el Talmud, y en
la mano un paraguas de algodón encarnado, con que se resguardaba de
los ardientes rayos del sol.
Apeose a las puertas del Palacio,
y dijo que era un médico israelita que se ofrecía a curar al Rey.
Salieron a recibirle los grandes del reino, cuyas cabezas peladas
presentaban a lo lejos como un inmenso panorama de melones blancos.
Precedido por tres heraldos llegó a la cámara regia; una media luz
reinaba en ella; sobre un estrado que cubrían una alfombra de
Estambul y ricos tapices de Persia, había un lecho de nácar, con
cortinas de púrpura de Tiro.
Allí reposaba boca arriba el
moribundo rey Bertoldo, cuyos fatigosos resoplidos hacían oscilar de
cuándo en cuándo la lámpara de alabastro que iluminaba la
estancia. Sobre el gorro de dormir tenía puesta la corona de oro,
porque así lo mandaba la etiqueta de la corte; la palidez de su
rostro, y lo abultado de sus mofletes, le daban a cierta distancia el
extraño aspecto de una calabaza coronada. Levantaba su abultado
abdomen la rica cachemira que cubría el lecho, y sentado sobre esta
eminencia el gato favorito de su Majestad, contemplaba gravemente la
agonía del gran Bertoldo I, murmurando algunas sentencias de
Plutarco en su libro De sera numinis vindicta.
Examinó el médico detenidamente
el pulso del monarca, y ejecutó sobre él extraños signos; clavole
luego en la cabeza una fuerte zanca, sin que el paciente diese
muestras de vida.
-Su Majestad tiene la cabeza huera
-dijo el israelita.
Clavole después la zanca en el
corazón, y el Rey no hizo el menor movimiento.
-Su Majestad tiene el corazón de
corcho -añadió entonces el médico.
Pinchole de nuevo ligeramente en
la boca del estómago, y su real Majestad dio un berrido más agudo
que las últimas notas de una escala cromática. Crujieron los
artesonados de ébano y oro del techo; los guardias espantados
chocaron entre sí sus armas; los heraldos cayeron boca abajo
gritando: «¡Sólo Alá es grande!»; el gato de su Majestad huyó
con la cola erizada; los grandes del reino sintieron también
erizarse en sus coronillas el hopito de pelo que las adornaba. Sólo
el israelita permaneció impasible.
-Su Majestad ha trabajado mucho
con el estómago -dijo.
-La Sabiduría habla por tu boca
-respondió el primer ministro.
Consultó entonces el médico un
libro extraño de vivísimos colores, en que se veían pintados los
signos del Zodiaco. Trazó en él círculos misteriosos y
caracteres indescifrables, y declaró al fin que su Majestad [85]
moriría sin remedio, si antes de que llegase al plenilunio el cuarto
creciente de la luna, no se le había vestido la camisa de un hombre
feliz.
Creyeron los palaciegos facilísimo
el remedio, y abandonaron las antecámaras del futuro Bertoldo II,
para volver a las del presente Bertoldo I, en cuyas sienes veían de
nuevo afirmarse la corona. Sintiose el mismo monarca más aliviado
con esta esperanza, y pudo merendar aquella tarde tres gazapitos y un
pavo, con algunas otras chucherías; lo cual publicó en un
suplemento la Gaceta de la Corte, que insertaba diariamente, como
artículo de fondo, el menú de su Majestad.
Mientras tanto, el médico
israelita se escurrió sin decir palabra, y recitando versos del
Talmud, tomó el camino del Sinaí, desde cuya cumbre pensaba divisar
al Mesías que esperaba.
Convocó el gran visir aquella
noche al Consejo de Estado, para determinar si la camisa se había de
poner a su Majestad sucia o limpia, bordada o lisa, con tirillas a la
Valois, o con cuello a lo Currito Cúchares. La discusión fue
animada; alborotáronse los consejeros, dijéronse Raca, y hubieran
[86] quizá llegado a las manos, si un consejero viejo, cuyo hopito
encanecido acusaba su larga experiencia, no hubiese interrumpido el
debate, preguntando a los consejeros cuál de ellos era el hombre
feliz que había de suministrar la camisa, cuyas cualidades se
discutían.
Turbáronse todos a tal pregunta,
y unos en pos de otros abandonaron el salón, sin responder palabra,
porque ninguno creía a su camisa capaz de producir tan maravillosos
efectos. Mandó entonces el gran visir echar un pregón en la plaza,
ordenando a todos los hombres felices de la capital, que se
presentasen en Palacio; mas ninguno acudió a la cita, y la luna
crecía poco a poco, como si quisiese contemplar en todo su esplendor
la agonía del monarca.
Publicose entonces el mismo bando
en las ciudades, en las aldeas y hasta en los caseríos; pero todo
fue en vano. Desesperado el visir, porque con la muerte del rey
Bertoldo se le escapaba la privanza, salió en persona a buscar por
todo el imperio el remedio indicado; pero en vano recorrió desde el
mar Bermejo hasta el golfo de Persia, y llevó sus pesquisas hasta
las escarpadas montañas de la Arabia desierta. El hombre feliz no
parecía; ¡ninguno creía serlo en la nación que llevaba por nombre
este hermoso título!
Ya de vuelta, sentose el visir al
pie de una palmera, rendido por el cansancio. Su camello daba
resoplidos, anunciando el simoun del desierto; a lo lejos veíanse
montes de arena que se movían y se levantaban como torbellinos de
fuego. Asustado el visir se refugió en una cueva que vio a lo lejos
junto a un otero: allí encontró a un pastor anciano, que le ofreció
dátiles y un odre de agua.
-¿Qué buscáis en esta soledad?
-preguntó al magnate.
-Busco al hombre feliz, que no he
hallado en la Corte -replicó irónicamente éste.
-Alá es grande -repuso con
gravedad el viejo.- El leopardo del desierto -añadió poniendo su
mano sobre el pecho, gusta en su cueva lo que no tiene en su palacio
el caudillo de los creyentes.
-¡Tú! -exclamó el visir
estupefacto. ¿Tú eres feliz?...
-¡Alá es grande! -repitió el
viejo.
-¿Pero cómo eres feliz en esta
cueva?...
-Porque ni deseo otra, ni temo
perder esta.
-¿Pero dónde encuentras tu
dicha? -preguntó el visir, que no comprendió la profunda respuesta
del viejo.
-Dentro de mí mismo.
El visir, alborozado, arrojó a
los pies del pastor un saco de zequíes, y le pidió su camisa. El
anciano abrió sonriendo el sayo de pieles que le cubría, y... ¡oh
sorpresa inesperada! ¡oh desengaño cruel!...
¡El hombre feliz... no tenía
camisa!...
Padre Coloma. Biblioteca Virtual Cervantes.